Los mexicas, los descendientes de los aztecas, recolectaron el alimento rico en proteínas de la superficie del lago Texcoco, un extenso cuerpo de agua en el centro de México que luego fue drenado para dar paso a la construcción de la Ciudad de México.
Ahí las aguas tenían el equilibrio perfecto de salinidad y alcalinidad para que floreciera la espirulina.
Los mexicas lo llamaban tecuitlatl, una palabra náhuatl que se traduciría como “excremento de roca”, aunque lo tenían en una estima decididamente más alta de lo que sugiere su nombre.
“Las tradiciones orales dicen que los mensajeros y corredores mexicas en la antigua Tenochtitlán comían espirulina seca con maíz, tortillas, frijoles, chiles o mole como un combustible para viajes largos”, dice Denise Vallejo, chef que dirige el restaurante vegano Alchemy Organica, de Los Ángeles, California.
Bernal Díaz del Castillo escribió en sus memorias de 1568 sobre “una especie de pan hecho de una especie de barro o limo recogido de la superficie del lago, y consumido de esa forma, y que tiene un sabor similar a nuestro queso”.
Y el fraile franciscano Bernardino de Sahagún incluyó ilustraciones de la cosecha de espirulina en su estudio etnográfico del siglo XVI, el Códice Florentino.
“Después de la invasión española, la mayor parte de su consumo disminuyó con el drenaje de los lagos en el Valle de México”, explica Vallejo. “Y muchos de los españoles no disfrutaron de sus propiedades ‘viscosas’. El conocimiento de su consumo se perdió durante mucho tiempo”.
El mundo occidental redescubrió el nutritivo ingrediente en la década de 1940, cuando un psicólogo francés que estudiaba las algas notó que los Kanembu, del lago Chad, en África, recolectaban espirulina y la convertían en unos panes que se secan al sol y que se llaman dihé.
Pero no hizo su gran regreso a México hasta un feliz accidente en la década de 1960, cuando los propietarios de Sosa Texcoco, que producía carbonato de sodio y cloruro de calcio en un gran estanque con forma de caracol en los remanentes del lago Texcoco, notaron una sustancia de color verde que arruinaba el trabajo.
Se acercaron a los investigadores franceses, quienes concluyeron que era el mismo organismo que había estado alimentando a los Kanembu durante generaciones.
En lugar de intentar erradicar las cianobacterias, Sosa Texcoco reconoció su valor, alentó su crecimiento y abrió la primera empresa comercial de espirulina del mundo, Spirulina Mexicana.